La
dejó en la cama soñando que huiría y salió sin ruidos al corral. Los perros
ladraron breves en la penumbra hasta que distinguieron su olor y contorno.
Corrieron a lamerle los pies. No podía irse todavía, lo seguirían y temía
despertarla. Cruzó la cerca y se adentró en los espinos. Después se dejó
resbalar por la tierra suelta hasta el lugar en que había un campo de calizas y
nopal asolado. Allí esperó la sed.
Ella le siguió el rastro al amanecer por calles de
limo. Había el eco de unos pasos de hombre en la cuesta y las ventanas cegadas
de hiedra. Escuchó el clamor de truenos hacia el horizonte y supo que no
estaban lejos uno del otro.
Él llegó a la a orilla del río, casi ve frustrada su
huida en el légamo miserable. Ya estaba lloviendo cuando inspiró horrorizado y
saltó al agua helada sabiendo que le daban alcance. La corriente dispuso su
cuerpo contra los muros afilados del lecho y supo que la noche iba a tragárselo
completo. Empezó a llenarse de heridas y ambicionó ahogarse. Alcanzó a agarrar
una rama y se jaló temblando de ella para treparse por entre las hierbas y
salir a la otra orilla. Allá no saben de mí ―quiso confortarse.
Hincó las uñas en un peñasco y se tiró vomitando agua por los charcos. Después
quedó dormido boca abajo y vio la noche hundida y ocre en la creciente. Lo
despertó un tumulto de plantas y ranas desbordadas. Se desnudó y fue a
acurrucarse a las raíces de un olmo calcinado tiznada la espalda. Rodó en el
pasto y lamió su cuerpo abierto, escupió un poco de sangre y maldijo. El sol no
iba a salir ese día, la niebla estaba bien pegada al suelo y ya le había
entumecido el pecho y los pies dilacerados. Cogió su abrigo escurriendo y
corrió por la pendiente de cardos, perdido y frágil hacia las primeras luces.
Se inclinó en la cima y en ella se hartó de tréboles.
Sé que estuviste aquí —dijo ella al asomarse al río—, dejaste
embarrada la orilla de huellas y flores muertas. Entonces siguió por el
borde opuesto, caminando la vereda aunque más de lo que él la caminara de
noche. Anduvo hasta un puente y cruzó temiendo perdida su ventaja en el
rodeo. No importa —juró—, cuando te encuentre voy a
aplastarte la cara a pedradas. Llegó así a la cumbre para ver lo que
él había visto, y lo que vio fue el pueblo encallado con la bruma espesa
desprendiéndose de los tejados.
Él había entrado al pueblo al amanecer. No quiso
problemas, quiso sentirse escondido y salvo. Durmió en un granero hasta entrada
la tarde y del patio de una casa robó una gallina que engulló sin gusto,
precariamente cocinada a un fuego pobre. Abandonó la luz de los últimos jacales
y entró de nuevo en la maleza. Lo cubrió una segunda lluvia y en vano recorrió
senderos buscando el llano. Sólo encontraría pozos y zanjas inundadas. Te
estás muriendo ―dijo una voz tras su nuca. ¿Quién habla? —preguntó
a la oscuridad que le rodeaba.
Ella pidió seña de él en la cantina, en la parroquia,
en las casas que rodeaban la plaza. Alguien tenía que estarlo escondiendo.
Nadie sabía nada. Ya te siento cerca —se alentaba. Vio cómo
tras su pista quedaba un surco de tierra negra. Lo imaginó lamiendo pedrajos
negros, arrancando pedazos de tierra seca. Lo creyó entre las ramas rotas
espinado, desvanecido de hambre y sed, untado al lodo, a la perra tierra que le
viera nacer. Apenas te encuentre te pego un balazo en la nuca —se
consolaba ella.
Para él faltaba poco. Aguardó y la vio entrar a la
casa, cayeron tras ella noche y tormenta. Esperaría ahora que se hiciera tarde
y la lámpara se extinguiera. Se juntó a la cerca tanteando los huecos y se
arrastró hacia el portal. No estaban puestas las trancas. Entró por fin a la
casa y caminó a donde la niña dormía. Unos relámpagos iluminaron el cuarto
entre el estor de carrizos, llegó con cuidado y se sentó en el catre. Palpó las
cobijas y subió por el pecho hasta el vaivén de aliento sobre las manos.
Escuchó la niña removerse y sintió miedo. Arrojó las manos sobre el cuello
pequeño, el bulto se revolcó violento. Gritaba, tal vez. Temió despertaran en
el otro cuarto y apretó más, cansado y ciego de haber ahogado el grito pronto.
Pudo apretar todavía, sus manos hundirse en la tráquea de la niña, casi una
masa, algo blando y distinto. Se reclinó y quedó un momento sobre ella,
llenándose de su frío.
Me dijeron que te vieron flaco y desorientado —sopesó ella—. Será
cosa de esperarte, de saber si vendrás. Pero si no vienes voy a seguirte
siempre, de todos modos. Él se levantó del
catre y entró en la habitación de al lado. Levanto las cobijas y se metió a la
cama con ella. Se limpió la sangre de la niña en su vestido, abrazándola contra
sí. Ella no se inmutó, dormía profundamente. Y soñaba, acaso. Después amaneció
y él supo que tendría que huir.