abril 30, 2012

Variedad de Riemann



Un bozal para que se callara maldita la boca y dejara hacer mi trabajo.  Recostado sobre la placa de metal conectada a generador encendería el artefacto y le freiría aplicadamente cuidando retener su conciencia.  Le despegaría sin el menor cuidado de la plataforma, habría que desollarle lo más posible.  Le metería en una tinaja llena de almíbar y mieles espesas, alcatraces inmarcesibles, vestigios de mi antigua industria apícola sobre su piel y ojos frescos.  Con un zapato de mujer tacón azul turquesa dentro sus ojos, eventualmente contra su cerebro y el bozal ahora innecesario.  Escalpelo y retiraría el cuero cabelludo ―ya mera degustación naturalista―.  En las cuencas vacías, [y por qué no, a manera de firma], dos bombillas, 150 watts cada una por detrás del vómer y puenteadas hacia dos limones en que enraízan cables de cobre y un paseo con mi hija y su perrito al parque.

abril 25, 2012

Lectura de la realidad

Obligado amerizaje de mi atención en un tema que me es mayormente desconocido y que a estas horas no me interesa ni quiero fingir que pueda interesarme jamás.

Soy un tramposo, eso lo sé muy bien.  Me la paso escribiendo lo que sea con tal de demorar un poco la llegada de los temas que son verdaderamente pertinentes.  Sé que me conduzco ―deplorablemente, lo acepto― en un modo que podría calificarse de hedonista, al menos en cuanto a cultura se refiere.  Porque es muy cierto que consumo únicamente lo que me interesa, y la actualidad nacional no es una de esas cosas.
Ahora: quiero que se entienda que esto lo digo en parte porque ya es tarde, y en parte porque de verdad lo creo.  Pero de ningún modo quiero jactarme de que esto que estoy haciendo valga la pena —casi nada lo vale—, y mucho menos quiero cotejar lo que yo pueda decir contra el trabajo de mis compañeros.  Simplemente hago un juicio (de corto criterio, si se quiere) en base a lo que he visto en estos tres años y medio; y la cuestión es que es fácil ver que a nadie le importa nada.  Habrá muchos que pasen la carrera de muertito, y habrá quienes no hayan tenido, en cambio, un solo día de tranquilidad.  Pero a quienes por meses y meses nos importó poco o nada el destino de estos especímenes, a un semestre de la salida final de este túnel escabroso empieza a sabernos a injusticia y a menoscabo la suma tibieza de los procedimientos.
Se yergue una primera postura aparente: si te esfuerzas en la carrera, te va más o menos bien.  Si no te esfuerzas en la carrera, también te va más o menos bien.  Si no tienes destellos genuinos y personales en tu mente, pero te ganas el pronto favor de la gente al mando, puedes desarrollar una alta posibilidad de titularte por excelencia.  Se parece ―demasiado desagradable como para quedarse en el puro folclor— a aquello de que si uno se preocupa se muere.  Y si uno no se preocupa, también se muere.
Jamás me han importado las calificaciones numéricas, en el sentido en que por años me han hecho ver que se trata más bien de una descalificación.  Es decir, el maestro ya no tiene que ser siquiera un conocedor de nada.  Basta con que sea un vulgar negociador.  El alumno no es acreedor a una calificación máxima de 10 (somos culturalmente muy decimales); por el contrario, es merecedor de que se le resten continuamente.  El máximo numérico no es una aspiración que corresponda al ingenio y la creatividad.  Es una medida coercitiva sujeta a estipulaciones imbéciles.
Calificación.  Qué mentira más grande.  Nido de avispas, es un festín de métodos conductistas y posturas podridas de hace siglos.  La calificación sería una estimación subjetiva —porque así son los números, quién lo diría— del desempeño intelectual de un alumno, y no un premio o un castigo por hacer o dejar de hacer las cosas.  Si van a esta conferencia les doy un punto más.  Si entran tarde les quito dos.  Si traen todos sus trabajitos muy bonitos y engargolados es medio más.  Compre dos, lleve tres.  Alumnos ciegos es lo que somos, que entramos en el juego de compra y venta cuando la cualidad siempre ha antecedido a la cantidad.  La calidad humana no se compra, pero preocuparse por un número es aceptar el yugo, es gritar a los cuatro vientos nuestra plena disposición al sometimiento.  Y cómo no nos va a importar, si la beca, y la situación en casa, y el dinero no es un juego, y etcétera.  Pero los maestros de hoy [muchos] han perdido el don de la enseñanza —no digo vocación, porque no existe tal cosa—, y su única forma de control son diez puntos nuevecitos y listos para descontarse.  Exactamente en donde está lo divertido de eso.  En dónde se pretende que admiremos la docencia.
Me gusta creer que hablo de este modo por aquello que ya decía en otra entrada: desconozco lo suficiente sobre todo y sólo así concibo cierta holgura.  Si lo supiera todo tendría miedo de ser como un pez que está atrapado en un recipiente que tiene su misma forma.  Debo decir, antes que esto se desperdigue por rumbos más borrosos —seguro que lo hará— que yo soy el principal adepto cuando de leer la realidad se trata; en mi propio modo: trabajoso, rupestre, alejado de todo estándar de pragmatismo, pero mío al fin.  La cuestión es que la realidad, lo saben algunos, es impensable si no es a través de significantes convencionales: imagen acústica, objetos conocidos.  Y para quienes ya nos dejamos contaminar por libritos aparentemente tan inofensivos como Derrida y compañía, es inútil volver la vista atrás.  La realidad no puede únicamente ser eso que la civilidad nos dice que es.
En mi vida académica me he encontrado debatiéndome continuamente entre la postura en que se me instruye —siempre aceptada de modo general por buena e inapelable―, y la mía, siempre subyacente, siempre en conflicto.  Pero es bueno tener un una división tan marcada que me señale dónde termina lo que me dicen y dónde inicia lo que creo.  Ahora mismo me siento en una lucha continua entre el deseo de hablar yo y nada más yo (el camino fácil), y tratar de tejer mi propia noción de las cosas en los intersticios de los temas que culturalmente podrían tener algún interés. 
Creo que la acusada posmodernidad de nuestro tiempo nos obliga a que aceptemos muchas cosas.  Y en gran medida me parece una de las pocas cosas humanamente rescatables de este tiempo.  Para mí, por ejemplo, es muy natural aceptar con naturalidad conflictos que para la generación de mis padres son ultraje o escándalo.  Para mí, también, es más fácil entender que la opinión del otro es la opinión del otro, y que probablemente nada surgirá de insinuarle que la opinión propia es mejor.  Exigir credibilidad está pasado de moda.  Con la diversidad vertiginosa con que las cosas nos acechan no tenemos ya el derecho de proclamar el valor de una cosa sobre otra.  Sólo podemos aceptar que existen y que las odiamos o no tanto.  Es como lo que está sucediendo en la religión.  Creo firmemente que la religión como invitación a un comportamiento dogmático dejó de ser significativa hace varias décadas.  No sirve porque el hombre ya siente que sabe demasiado.  En el fondo no sabemos nada, porque todo lo que sabemos está hecho de palabras, o de imágenes que comprendemos —que creemos comprender— porque tienen una palabra que las nombre, o de sonidos que corresponden universalmente a cosas que están debajo de todo.  El hombre está extraordinariamente perdido, y nada puede salvarlo.  Mucho menos una sugerencia de rito, que por factores contemporáneos resultan vacíos e insignificantes.
Cabría señalar que otras religiones no están tan al borde del vacío como los católicos, que nos gusta hacer piñatas, y tener guardias suizas y santos por todos lados.  Pero no hay a cuál irle.  En este ámbito (el religioso) soy un marginado.  Y comprender la postura propia de este modo tiene sus cosas buenas, porque puedo decir que a lo que aspiro, en todo caso, es a una espiritualidad sin nombre y sin renglones—.
Me parece absolutamente natural que la iglesia esté tan resquebrajada.  Me parece normal que haya registro de tantos cismas.  Esto no es sino un síntoma saludable, un indicio de que la costra por fin se está agrietando.  Quizá debajo de tanto hielo vuelva a correr el agua, fresca y verdadera por fin.  Cisma de Oriente, de Occidente, llamémosle como sea.  Uno no lleva registro de los témpanos que van derruyéndose en los glaciares, ni los bautiza como pedacito uno, pedacito dos.  Vaya todo al demonio, sólo sabemos que un bloque, otrora impenetrable, se está deshaciendo, y que así pensemos en bloques diversos e individuales, (política, cultural, socialmente…) no hay band-aid que pueda pegar dos trozos de hielo.  No hay cambios qué hacer, excepto los que tienen que ver con la vida.  Siempre la vida.  Es lo único valioso.  Tanto tiempo en la tierra y no acabamos por entender nada.
Creo que leer la realidad es una cosa que tiene que ver con la modernidad.  Hasta donde conozco, la modernidad nunca aceptó medias tintas en ninguna de sus facetas.  La modernidad ha sido, en mi vida, una invitación horrible, que me seduce en ciertos episodios, que me repugna en otros.  No me gusta decirlo porque no sirve de nada, pero es cierto que vivimos un esquema que no es el de la modernidad, se llame como sea.  Y no hay ningún orgullo en esto.  Admiro más a los modernos por lo que son, aunque los odio más fácilmente al juzgarlos desde fuera.  Admiro la modernidad como ideal de pureza, como símbolo cumbre de los logros de la razón.  Aunque por supuesto, ya hablando en estos términos, podemos dirigir la mirada a toda la maniobra nazi, un proceso calculado hasta su más último detalle.  Los crímenes de la razón, a la par de sus logros.
Razonarlo todo no ha parecido funcionarle muy bien al hombre.  Y ahora caemos al otro extremo: el abismo del sinsentido, el vacío, los significantes arbitrarios, la mezcla, la pérdida de identidad.  A mí me gusta la modernidad como ideal, sobre todo en términos artísticos. (Lo posmoderno no suele pasar de lo kitsch o la remanencia del pop art).  La pintura moderna, lo recordamos ya de los muy largos debates desde Greenberg y todos esos, es pintura antes que otra cosa.  Esto equivale a decir que a su autor no le interesó retratar a una mujer ni pintar un paisaje.  No le interesó nada excepto la pintura por sí misma.  Y entonces nos topamos con cuadros como los de Malévich, su negro sobre negroblanco sobre blanco…  Queda en evidencia la técnica.  Queda al desnudo la noción incontrovertible de que la pintura es una pintura, y no una referencia a la realidad.  Cuando se pinta un paisaje, la pintura es referencia de ese paisaje, y lo más importante es el cómo luce ese paisaje, antes que el qué de ese paisaje, es decir, los colores que le dan sustento en un marco,  el estilo de la pincelada, todo lo que trae al paisaje a un pedazo de tela y que implica llanamente al lienzo y al óleo.
Me parece que hay cosas que llanamente deberían quedarse para siempre en el espacio para el que fueron propuestas.  Es decir, la música está ligada desde su naturaleza a la escucha y a la emotividad humanas.  Tiene antes un vínculo sensual y afectivo con la mente que otro —lógico o verbal— con la razón.  Y pongo lo que escuché alguna vez en un documental de la BBC: la música es la única forma artística que impacta antes en la sensibilidad que en la razón (hasta ahora no ubico ninguna variante de actividad humana que procure desenvolverse en el mundo de los aromas, al menos no en un sentido estético, de lo contrario podría numerarse antes que la música).  El oído es un órgano frecuentemente enunciado por debajo del ojo.  Se diría que es más primitivo.  Y no quiero referirme con esto a su precariedad anatómica o una insinuación de menoscabo entre los otros sentidos, sino a su funcionamiento; lo comparo al olfato en la medida en que el olor de las cosas trae recuerdos inapresables, inubicables.  Recordamos con un perfume una sensación, un miedo, una persona, y no tanto un momento concreto.
Una melodía puede traer la noción de un arrullo, de una canción de cuna olvidada, la extrañeza de la infancia perdida.  El sonido no es inteligible verbalmente.  Entre el oído y la mente no media nada, no hay ningún freno.  La música entra e impacta con toda su fuerza en la memoria.  Es mucho lo que puede decirse de la música, pero siempre en base a la sensación.  Es decir, cuando entramos al mundo acolchado de los audífonos, no vamos previendo la música, adelantándonos a los sonidos con minuciosos razonamientos sobre su construcción; el razonamiento —si es que lo hay— es siempre después: el sonido se produce, lo percibimos sensualmente, y sólo después podemos incurrir en el desperdicio de definirlo verbalmente.
El ojo es otra cosa si hablamos en estos términos: no se deja conmover tan fácilmente.  Y así podemos ver que la gente en los museos dirige la mirada antes a las explicaciones que hay debajo del cuadro que a la pintura como tal, y todos van a leer lo que alguien dijo de la pintura, su título, su técnica y sus medidas.  El ojo es más miedoso porque es más dependiente de la razón.  Podemos decidir no querer ver, podemos decidir cerrar los ojos.  No podemos decidir dejar de escuchar —para quienes compartimos la bendición de la escucha—.  Los impulsos lumínicos que inciden en el nervio óptico no son suficientemente intensos como para generar su propio sentido.  Antes tenemos qué interpretarlos, tenemos que reconocerlos.  La noción visual de una pared se corresponde con la imagen acústica de lo que los fonemas que integran la palabra pared son capaces de evocarnos y viceversa.  El entendimiento, para mí, se oculta en un lado que no es la palabra, dependiendo socialmente de ellas para la interacción con otros entendimientos, pero diferente del todo en su origen al de la naturaleza verbal.  El mundo no es ni de imágenes ni de palabras.  Es  todo lo otro, todo lo contrario.
Decía Andrés Amorós sobre las palabras, si serían como una botella empolvada de vino que impide ver el líquido que contiene; o un tanto más optimista: como una servilleta envolviendo un pan, y adentro la harina y la fragancia esponjándose.  En los dos casos hablamos de una especie de envoltura, una cáscara.  Ladrillo debería contener la noción ilocutiva de ladrillo.  Lo que nos interesa es el interior de ladrillo, la comprensión total de lo que es un ladrillo disfrazada de ladrillo, [que lamentablemente suena justamente como la palabra ladrillo que significa lo que entendemos con ese sonido (…) y así sucesivamente].  Etcétera. 
No sé si todo esto se dejará leer en los lindes del sinsentido.  Pero lo escribo como lo voy pensando, sin permitirme releer para no destruir lo poco de genuino que haya en esto —si es que lo hay—.  Es del anterior modo como encuentro deplorable la pauta fingida de la comunicación escrita, la necesidad de críticas, de opiniones, la necesidad de expertos.  En este tiempo, procedemos antes a definir las cosas que a palparlas directamente.  Somos una generación de cobardes, escudada en el absurdo de lo cotidiano, los ritos premeditado.  Tan corta es la vida, como se propondría en la excelente Waking Life, como para pasárnosla en saludos vanos en la calle, buenosdías, felizcumpleaños.  Actuamos una vida en la que interpretamos el papel de que somos humanos.  Pero no queda nada de legítimo en nuestro comportamiento.  Queda únicamente el intelecto hasta la muerte: la definición, la ciencia, el dato duro, lo infrahumano.
La modernidad es un ideal.  Eso ya lo dije.  Pintura hecha a partir de la pintura (o sea, pintura y nada más).  Música hecha de música (la más moderna de las artes).  Cine hecho de cine, un gran conflicto porque el cine, lo sabemos, no es un material.  Es un proceso encadenado a la técnica que le da fundamento.  Se quita la cámara, se quita el rollo de película fotosensible y dónde quedó el cine.  Pero es un ideal, y hay cine moderno.  Como seres sensibles, nos será siempre más fácil ver un paisaje que ver un lienzo lleno de salpicaduras oscuras.  Nos será más fácil ver una película que nos entretenga, a una película de verdad, sin género ni compromisos cultural y arbitrariamente insertados.  Y esto puede ser porque la racionalidad conduce al vacío.  No sé quién nos habrá dicho que podíamos ser totalmente racionales, pero se equivocó gravemente.  En la raíz de los males está nuestra necedad por racionalizarlo todo.  Me acordaré siempre de la oposición clásica en semiótica: todas las cosas son comprensibles porque existe su opuesto.   El así llamado bien sólo existe en la medida en que es opuesto del mal, y viceversa.  El bien cobra sentido porque la vida es capaz de cosas que son clasificadas en el otro extremo.  El extremo equivocado.  Me parece un debate verdaderamente estúpido a estas alturas de la existencia ponerse a recordar si hay buenos y malos.  Si no hubiese punto de comparación, de que nos serviría ser unos santos.  Necesitamos de lo más bajo del mundo, de la corrupción, de la inmundicia, la vileza, con tal de que algunos puedan ser santos.
No sé si estoy tocando el punto que pretendía y si no lo toqué ya ni modo.  Ya habrá tiempo —nunca de sobra— para desgastarme todo lo que quiera en esos terrenos pantanosos que a nadie le han servido nunca de nada, pero que de todos modos yo, justo ahora, soy capaz de pensar.  Si lo he pensado existe, nadie me va a decir que no.  Lo malo es que está primero comer que ser cristiano y ahí es dónde.
Me acuerdo todavía de dónde vengo: vengo de la lectura de la realidad.  Y todo este discurso enorme y —probablemente— intragable es un síntoma oscuro de mi hastío ante la conducta del opinar por opinar.  La opinión siempre existe y es siempre voluble, porque es un juicio momentáneo.  No aceptamos la responsabilidad de condenarnos para siempre por lo que decimos.
Qué sucede realmente en México.  Cómo acercarse siquiera a una noción por lo menos parecida a la verdad de lo que ocurre en el país.  Es una confusión enorme, en todos los sentidos.  Sería gastado e imperdonable ponerse a recapitular tragedias históricas y la tradicional desigualdad de la que ya tantos hablaron hasta la náusea.  Pero, vinculado con todo lo que he estipulado, creo que el mexicano ha dado demasiado por sentado la realidad.  Políticamente los cambios no llegan porque parece que la gente considera que no hay mucho qué hacer contra las pautas hegemónicas.  Y es justamente este comportamiento lo que nutre la hegemonía.  Por poner un ejemplo: dar por sentado un gobierno panista en Guanajuato, puede ser la razón principal de que el panismo perdure.  Es una apatía gravísima que nos tiene paralizada la voluntad.
No hay tal cosa como una realidad.  Y si la hay es mero trámite entre el mundo físico y el entendimiento.  Necesitamos de una realidad para la interacción, para el funcionamiento social más básico.  No podemos andarnos por las ramas que hayan propuesto Aristóteles o Heidegger (qué más quisiéramos).  Como decía un estimado maestro de apreciación musical: el canto gregoriano está muy bien, pero después de un rato uno sí dice yo sí me echaba un filetito.
Lo mundano nos ata —quizá para bien— a lo que nos atañe humanamente.  Quién querría vivir un día antes que hoy.  Vivir fuera de contexto, fuera del tiempo, es amoral.  Lo único verdaderamente amoral en que puede pensar alguien que confía tan poco en el sentido de una palabra tan torpe como lo es amoral.  Creo que uno de los grandes problemas de la actualidad es la tremenda falta de actualización de las instituciones.  Y no es una falta de actualización que refiera a lo meramente discursivo, sino una gravísima indiferencia, demostrada repetidamente hacia el cuidado de los intereses humanos —la gente antes que los recursos— y que está en la raíz de cada estructura.  Es notoria, también, la gran indiferencia hacia el mundo de los jóvenes, exaltándolos demagógicamente como el futuro de las naciones, ignorándolos tajantemente en la práctica.  La política acusa la apatía del electorado joven.  La iglesia apunta con el dedo su falta de espiritualidad.  Las instituciones se quejan de ellos pero ninguna los incluye activamente.  Me ha tocado que la generación de mis abuelos y de mis padres, sean generaciones que se quejan de la falta de espiritualidad del mundo contemporáneo.  Pero sólo eso hacen, quejarse.  Y no hablo de mis padres y mis abuelos: hablo del hueco horrendo que ha quedado entre generaciones, el vacío insondable entre dos islas mutuamente excluyentes.
Me gusta pensar que estamos en una transición cabal —recordando también aquel incentivo del bono demográfico— donde lo más oscuro del oprobio tiene que hacerse notar para quemar de tajo la deshonestidad que nos cargamos.  Seremos más jóvenes que nunca, de acuerdo.  Seremos la más extensa generación en edad laboral en mucho tiempo.  Y esperemos esto no signifique que será también la más extensa generación en haber sido ignorada.
Se reincide, exhaustivamente, en nuestras tendencias retrógradas, nuestra indiferencia, nuestro encaprichamiento.  Lo que yo no entiendo es cómo existiendo esta gran conciencia de la situación mexicana en tanta gente, el cambio se hace esperar.  Yo podría hablar, por ejemplo, de la gran fe que tengo en mi generación, y podría hacerlo sin caer en atribuirle un papel redentor.  Pero esta fe la conservo porque veo que muchos compañeros tienen planes, pasiones que todavía los conducen con cierta intensidad pese a la desilusión rampante de lo cotidiano.  Esto será siempre bueno, y creo que cualquier persona que todavía desee hacer algo en su vida, es de algún modo una garantía de que hay gente queriendo concretar proyectos, queriendo demostrar su humanidad.  Mi generación no tiene ningún estigma de conflictos agrarios, ni de tierras perdidas, ni fortunas requisadas.  No hay ningún pasado maltrecho que impida generar una perspectiva distinta.  Si en algo creo que la juventud presente aventaja a la generación anterior, es en que no se lamenta todo el tiempo.  Incluso si es ignorancia, qué más da si se piensa como un estado transitorio que permita despojar la cáscara de lo que México significa en la historia.
Lo que nos mantiene maniatados no es solo nuestra actitud, nuestro gusto por ser robados; no reside únicamente en nuestra falta de educación.  Reside, creo yo, en que todavía somos los de antes.  Necesitamos morirnos, necesitamos olvidarnos de que a nuestro bisabuelo lo mataron los cristeros.  La historia sugiere posibles caminos a tomar, de acuerdo.  Y brinda pistas para analizar y leer la realidad (quiero creer que esta frase refiere a los signos del tiempo y no a otra cosa).  Pero las respuestas no están en el pasado.  Cuánto tiempo pasará para que se deje de considerar de este modo.  Probablemente ese gran conflicto que hay entre adultos y jóvenes, ese abismo de incomprensión entre lo que de un lado se piensa apatía y del otro actitud proactiva, sea un signo innegable de que podrá venir gente que no está atada, que está hermanada con la gente de su país en un sentido completo, y no sólo en el futbol.
Amanece.  En este punto no estoy seguro de nada de lo anterior y no sé realmente de qué estoy hablando.  Creo que hay una tendencia arborescente en mis intentos dialécticos.  Cada enunciado se abre invariablemente en dos, de tal suerte que al terminar (“terminar”) un texto, siento que no dije ni la mitad de lo que quería y que pude tomar otros caminos que quizá habrían llegado a mejor término.  Ojalá y todo fuera total y siempre.  Ojalá pudiera extraerse el pensamiento de un momento particular y entregarlo a los demás como una especie de objeto físico terminado.  Como si fuese un cubo transparente que alberga todos los sonidos, o todas sus combinaciones.  Pero no: habrá carencias siempre.  Omisiones.  No quiero soltar la línea que llevaba (medio metafísica, ni modo.  Así es el Rodolfito).
Leer la realidad es para mí algo que debería estar más allá del análisis historiográfico.  Seguramente digo esto porque yo, de entre los desinformados, soy el peor.  Pero recordando nuestro mundo posmoderno: quién me dirá que estoy mal.  Acepto que hay un torrente desbocado de signos en lo que acontece cada día.  Pero uno no puede sentarse a analizarlo intelectivamente y a escribir conclusiones en un libro, y enarbolar arengas incendiarias.  La acción pueda estarse ya produciéndose, soterradamente porque viene de una generación sin discurso.  Una generación muda y entorpecida por la tecnología.  Pero cómo juzgaremos esto.  ¿Con los ojos del pasado?  Estamos en un período de nada.  En el lodo, se diría.  No ha habido progreso destacado en ningún sentido.  De eso nos ha servido tanto análisis.
Yo de política no hablo, y cuando digo algo es únicamente para cerciorar mi extremada ignorancia en el tema o para lanzar al viento posturas inventadas.  Pero también resulta que de política no hablo porque para mí no tiene nada que ver con nada.  La democracia lleva el error de que no acaba por ser una asamblea —además que sería imposible— y que los representantes no representan.  Hasta ahí lo sabemos de memoria todos.  Si algo me quedaré rumiando más o menos contento es considerar el poder de la acción individual cuando esta tiene que ver con una mejora de las condiciones del ámbito propio.  Y ya había dicho esto: mi vida y sus posibilidades están antes en mis manos.  Cuán ajena es al espectáculo que tienen montado en la esfera política, sólo yo lo sabré.
Debo concluir de algún modo.  No sé si mis párrafos anteriores me llevan congruentemente a concluir justo en este punto.  Sé algo sobre mi forma de construir textos: han sido, toda mi vida, un solo texto, lineal y continuo.  Y me parece que así debería ser, y así se nos debería instruir: soy yo el que habla, he sido siempre el mismo en tantas hojas en toda mi vida académica.  Hablaré siempre de lo que me preocupa e intentaré relacionar lo que no me preocupa con mi vida.  Y lo que no alcance a engancharse de ese modo en mi memoria es lo que no sirve.  Si hubiera un gran tema en mi discurso, sería tal vez la fe.  Y en este punto me cuesta no sentirme raro, porque fe es una palabra que me disgusta.  Pero ya se sabrá lo que quiero decir.
Actualizarse será siempre un gran acierto en cualquier ámbito.  Ya algunos refutaron el racionalismo de Descartes en defensa del hombre: no todas las actividades humanas tienen que ver con la razón, muy de acuerdo (con la experiencia ya entramos en otro ámbito, yo sí siento que todo tiene que ver con la experiencia).  Bien que mal la gente (algunos) sigue leyendo, sigue viendo películas, sigue gustando de los atardeceres, del sonido del mar, de los campos, de los árboles.  Por supuesto que somos una especie depredadora, pero eso luego.
Por lo pronto, creo que esa comunión —precaria, pero comunión al fin— con el mundo, es la más alta espiritualidad a la que nuestro mundo moderno nos permite aspirar.  Y no está tan mal.  Siento que llegar de rodillas, sangrando, a los templos, no es ninguna muestra de fe, cuando sí de imbecilidad.  Ya no somos cavernícolas como para llamarle dios al fuego y adorar al rayo.  Ni le tememos al viento ni al mar, menos a la noche.  Empecinarse en mantener ritos de clara procedencia mágica es pecar de anacrónico.  Mis padres, mis abuelos, dirán que en cada generación el sistema de valores cambia y modifica su orden en la escala.  Y estoy de acuerdo.  Y dirán también que ellos tienen fe.  Y cómo decirles que no.
Pero nuestra generación también tiene fe.  Y ha demostrado la virtud de observar el pasado como referencia de consulta y no como anclaje perpetuo.  Quizá la nueva generación tiene mucha más fe que muchos de los adultos que la rodean (la fe no es mesurable, lo sé).  Pero se me dirá entonces que mi fe no es equiparable a la de ellos porque yo no rezo en voz bajita con los ojos cerrados, y no entiendo lo que la gente hace hincada después de la comunión, etc.  La fe no puede ser únicamente eso.  Qué decepción sería que alguien nos pidiera fe y que se limitara a que todos actuáramos parejitos en esa falsa devoción de cánticos litúrgicos a todo volumen y oraciones con golpes de pecho.  Mi fe es la que corresponde a mi experiencia.  Maldita sea la iglesia, que está en un terreno que no le compete.  Y cuando refiero a la experiencia quiero recordar que la experiencia no tiene que ver exclusivamente con la ciencia.  Cuántos problemas ha habido en la historia que surgen desde la tontería de un malentendido lingüístico.  Hacer una guerra porque lo que alguien más entiende por experiencia es distinto a lo que yo mismo creo de ella es vano y vergonzante.  La experiencia no está ligada a la comprensión de las cosas mediante el contacto racional con ellas.  La experiencia está ligada a la fe, en el sentido en que usamos nuestra intuición para medianamente pasar por la vida sin muchos rasguños.  No sé si lo había comentado en otro texto reciente.  No me acuerdo.  Pero la cuestión es que la única forma de aproximarse a la vida, y al mundo —y no sólo al mundo de las cosas— es con la experiencia propia.  No se puede entender desde el entendimiento de los demás ni desde lo demás.  Hay experiencias que pueden comportar el mundo de las ideas, y no por ello uno tendrá más o menos fe.  La fe no se mide (si pudiera medirse) en qué tan ignorante se es como para someterse en un silencio de falsa santidad.  Se mediría en atributos plenamente humanos: autodeterminación, integridad, conciencia.
No sé si el dios cristiano esté en todos lados, aunque de acuerdo a los regaños que me he llevado en algunos templos, parece que se encuentra exclusivamente en los sagrarios, y que resulta que hasta la espalda le he dado —vaya a saber cómo, si realmente estuviera en todos lados le daría la espalda siempre, al igual que le estaría siempre de frente—.  Si las instituciones fueran congruentes, no habría faltas de respeto minuciosamente premeditadas, ni excomuniones, ni miedos de ataque, ni sistemas judiciales que afectan más de lo que ayudan.  Me puedo poner de rodillas ante la custodia —símbolo cómodo y convencional de la deidad—, o me puedo poner de rodillas frente a un árbol o a un río, y sería exactamente lo mismo, excepto que ante el río me sentiría conmovido por el sonido del agua, y revitalizado por el viento en la cara.  Me sentiría a decir verdad mucho más en contacto con lo divino que en esas jaulas de piedra que han sido los templos.  No quiero sonar panteísta, ni newage, y en realidad no quiero sonar de ningún modo.  Sólo pienso en aclarar mi supuesto de que hay nociones humanamente necesarias (como la religiosidad) y humanamente inevitables.  Y pienso que bastantes crímenes se han cometido ya por defender un particular mundo ideológico.  El hombre es su propio hermano universal, su propia institución absoluta.  No necesita de símbolos vacuos.  No en estos días.  No sé por qué estoy tan deseoso de hablar de lo que hablo, cuando me queda claro que aquí no va.  O bueno, creo que sí sé: todavía no he sido condenado, no en este peculiar ámbito digital donde mi opinión todavía es tomada como lo que es: mi opinión.  No la de mis gobernantes, ni la de mi iglesia, ni la de mi escuela; la mía.
He querido hacer permanente la línea de la lectura de la realidad como un proceso materialmente imposible.  Pero concuerdo, es verdad, con que la realidad se lee en todo lo que es susceptible de exigir lectura.  Todo es texto, finalmente.  Y aunque de pronto parezca una apología ante la individualidad, o ante el derecho de no ajustarse a un criterio académico, creo que nadie puede no leer el mundo y sus acontecimientos.  Afortunadamente nos adaptamos bastante bien.

Sobreestimación [210511]

La aprobación tácita pero de todos modos inútil de que una mujer joven y atractiva decida sentarse en el lugar vacío a mi lado; la experiencia invaluable de entender que por la tarde uno debe sentarse a la derecha del pasillo, (estando de frente el parabrisas), si no quiere chamuscarse el brazo en el infiernito que es todos los días esta ciudad; que la calle Alud huele a una mezcla inefable de perro mojado con aceite y balatas quemadas que de ningún modo terminará por decantarse algún día en algo entrañable como para que diga soy de León y ya no siento que esta ciudad huele fatal porque no es cierto, en toda mi vida no voy a poder tragarme ese olor fantástico de las tenerías.  La desesperación extrema de que la ventana no se abra y ponga así en duda el propósito verdadero de su existencia: ventilación o broma mordaz al pasajero ingenuo; la preferencia por sobre todas las cosas de los camiones que tienen la ventana a la altura del brazo y no a la altura de la cabeza, para ir así con la cara medio de fuera, ahogándome en el vértigo suave de las calles y del viento azotando en la nariz.  La incertidumbre extrema, rayando en asco, de ver a los otros pasajeros y distinguir que nadie parece tan desesperado y enclaustrado como uno mismo.  Así vaya la carrocería quemándose a las 3 de la tarde hay una tendencia inexplicable, que yo puedo únicamente atribuir a una especie de neurosis colectiva, por mantenerlo todo cerrado.  Malditos sean, apenas llovizna y se les adivina el terror de no me vaya a mojar que luego mi madre me pega.  Tan agradecible es que caigan dos que tres chispitas del cielo sin párpado de este valle estéril lleno de cardos y huizaches.
El presagio oscuro de toparse con alguien conocido en el camión, así sea tu amigo del alma, porque el camión y el hecho de que vayan todos encerrados en él y además de todo en movimiento reduce las posibilidades de huida una vez sobrepasado el límite de interacción humana.  Sin poder hacer nada el encuentro se vuelve algo forzado, algo que elimina de tajo la posibilidad de decir te dejo, tengo que ir al banco o cualquier otra idiotez, porque en la vida real también todo es protocolo y amabilidad infinita.  En el camión se cae en una trampa mortal.  A dónde diantre huyes.  Saltar por la ventana no es una opción (y ya anteriormente comentada la situación de las ventanas cabe recordar que de todos modos no hay ventanas).  El misterio sobre el que todos tendrán teorías muy elaboradas pero que da más bien flojera saber a detalle, las famosas barras en las que a todos nos habrán gritado nomás te encargo que no obstruyas las barras y uno se queda temblando de pies a cabeza y muy afectado en su sensibilidad y su orgullo, como toda vez que al chofer le da por abrir la boca para hablar con cualquier persona que no sea la señora de hasta delante con quien tiene siempre temas muy interesantes qué desarrollar.  Siempre son incoherencias que parecen sacadas de algún poema autóctono.  Y estará también el personaje cómodo que llega y se sienta de perfil como si lo fueran a pintar, ocupando dos asientos.  En las mañanas, cuando tenía que tomar el camión a las 7 era evidente que subía dormido.  Y en ese estado, sobre todo si la noche anterior había implicado un desvelo importante o una ausencia total de descanso, todo se vuelve un detalle espantoso, criticable, la disposición de la gente, su actitud, sus peinados, sus cachuchas y lentes negros para taparse quién sabe cuál sol al amanecer, sus audífonos que no alcanzan a disimular una progresión death metal completamente inexplicable y aborrecible a esas horas de la madrugada, el constante tironeo destemplado de frenos y velocidades mal embragadas, choferes rabiosos siempre al borde de un problema cardiaco serio.  El pssssss que invariablemente ha de sonar el algún lugar del vehículo y que no se sabe si es un suspiro triste que suelta la máquina por el trato que le dan, o una extensión misteriosa de las patologías psíquicas del chofer.
Y sé que dentro de cinco semanas habrán sido cuando menos 2000 idas y venidas en esa ruta y ahora veo que no la extrañaré.  Que, por el contrario, la odio profundamente.

abril 24, 2012

Felidæ



La caja asegura que: gato 500 mg; excipiente cbp 1 mg.  Nos queda la duda, de todos modos, la incomodidad extraña de que nuestra cápsula está adulterada; que cuando la abramos veamos que no sólo trae gato, que probablemente ni siquiera contiene gato.  Nos mintieron, en la farmacia y en todos lados.  Nos vendieron el excipiente, la cáscara que jura que contiene lo que dice que contiene.  Pero es una mera tableta blanca, amarga, soluble. 
Ahora mismo todas las palabras anteriores, desde La caja…, y llegando hasta… que contiene, podrían no ser sino el mismo listado vulgar de medicinas caducas, de encapsulados huecos, inoperantes, descompuestos.  De cualquier forma en el anaquel lucen muy bien y dan una idea clara de la postura de su laboratorio, de la irreductibilidad de la patente.  Porque si la palabra fuese un encapsulado sería uno del que no conocemos más que los colorcitos y el nombre comercial.  La poesía es medicina sin receta (para nosotros, mofinómanos abyectos), sería como sanar desde lo no recomendado, insistir en que tomaremos alsacia y malva sólo porque nos suena bien, porque nos gusta la grafía en la caja, porque nos gusta lo arbitrariamente bello que se inscribe una palabra como monocromo, parejita, sin eles, sin jotas.
Porque es injusto, el gato de nuestra mente es mucho más que su adecuación sonora: vibra, dice muchas cosas sin que podamos verterlo bruscamente al papel.  Es un murmullo que se entiende únicamente de ver al gato, percatándose de que eso (el gato y lo que implica) son reales, mientras los observamos, al menos.  Se puede, el gato está dispuesto a ayudar, mirándolo fijamente a los ojos mientras maúlla o mientras ronronea o mientras simplemente no hace nada.  Y este murmullo se queda en el cerebro con la violencia rara de un grito bajo el agua.  Y al final /gato/, abierto, examinado bajo el microscopio, y adentro nunca en definitiva gato.  Sólo imagen acústica, erradicación de núcleos fonocéntricos, palabras y.

abril 10, 2012

Entrada

Una suerte de lógica superior me pregunta por qué tengo que exponer la lógica de sí misma como realización de la situación material a la que da pie.  En este caso es como si hiciera trampita de que mi blog está hecho de retazos de meditaciones que hago sobre el propósito y naturaleza de un blog, desnudando, hasta algún punto, lo falaz de esto mismo que enuncio ahora y que es aquí, pero que en ese mismo ponerlo en duda genera estas cuatro, cinco líneas que ya son algo, pero que sobre todo no son realmente mucho, y que ante todo se parecen más bien como a no querer ser nada.

abril 06, 2012

Between the pen and the writing hand

Esta no es la fotografía que recuerdo


Lo interesante en este caso —yo quería decir “llamativo”, pero por el cansancio ya no lo dije— es ver cómo se retrasa la neurotransmisión y el lenguaje no me llega a las manos. Es alguna cosa fácilmente experimentable pero de difícil enunciación. No olvidaré jamás cierta foto del Cabo de Hornos, tenebrosa, una bruma densísima. Verdaderamente el fin del mundo. Sería excelente que alguien tocara el cuarteto de Messiaen en la cima del Cabo de Hornos, …pour le fin des temps. Felicidades a los chinos. Felicidades en verdad. Después se vuelve nítido y muy extraño comprobar la forma en que las cosas fluctúan. Hoy, por ejemplo, es sumamente difícil articular cualquier idea. Difícil hablar de cualquier cosa. Hay estados límite para todo. Comentar algo en este punto no tendrá mayor sentido del que tendría comentarlo después, a no ser por dos detalles interesantes que para cualquiera que intuya la clase de cosas que suelo decir, entenderá que son bastante obvias. Tenemos jazz. El jazz integra toda forma musical colindante y la vuelve mejor. Esa es la primera. Es difícil definir el jazz, sobre todo porque sus límites (sus umbrales) están en la propia destreza técnica de sus músicos. Esa es la segunda. Fin. En la línea de a quienes sí conozco me topé nuevamente con Paté de Fuá, mezcla extraña de argentinos y mexicanos. Y a decir verdad, con un enfoque mucho más propenso al tango que al jazz. Lo agradable con esta bandita es la sencillez. Lo que tienen de jazz es en un estilo muy de cabaret, quizá no tan rasposo como en las dimensiones propuestas por Tom Waits. Muy swing (aunque no tan Armstrong), muy gypsy (nunca suficientemente Django). Y aquí cabe mencionar un detalle importante: no son virtuosos; dominan decentemente sus instrumentos y son dignos representantes de su música. Pero tampoco hacen solos la mitad de largos e impresionantes que Charlie Parker. De todos modos aquí se abre la pauta para una discusión en que el agumento central sea que el virtuosismo no lo es todo. Mucho antes estará —siempre— la pasión, la persona. Muchos compositores de académica contemporánea han topado eventualmente en esta idea y la han aplicado majestuosamente, digamos Gorecki, Arvo Pärt. Un poco Pilip Glass, Meredith Monk. Y en definitiva también algunos exponentes de Rock Alternativo. Además el virtuosismo cansa tarde o temprano, que me diga alguien lo contrario después de dos horas de Paganini o de King Crimson. Cuando no está la pretensión de un solo virtuoso la calidad recae en los elementos esenciales, en este caso la melodía, la armonía, el ritmo. Suelen ser mucho más ingeniosas las armonías en la música ‘sencilla’, quién lo habría dicho. Qué maravilloso lo que decía (tal vez) Dizzy Gillespie: en jazz las notas que se tocan son tan importantes como las que se dejan de tocar, es lo que da coherencia —o no— a un discurso musical. El jazz como discurso. Cualquier lenguaje, entonces, como discurso, con pausas, interrupciones, eufonía a partir de la ausencia de sonido. Una continua negación. Lo mismo que ya se habrá dicho en otro lado, con tres libritos puede cubrirse el espectro básico para hablar de jazz y teorizar más o menos lo que puede pasar (o lo que suele pasar) con un músico de jazz. Las dudas, los temores frecuentes. Hay poco que no haya pasado ya. Creo que era André Gide quien decía algo como ‘ya todo está dicho, el problema es que como todo lo olvidan, hay que empezar siempre de nuevo…’ O a lo mejor no.
En esta ocasión (que pese a lo que pudiera creerse sigue siendo la misma ocasión) me decanto por lo de siempre: algo que no conozco pero que me gustaría conocer en algún punto.  Lo que antecede es una suerte de limbo tumultuoso y desolado. El pasaje se torna árido cuando las ideas se van, y las ideas se van cuando son como pájaros que ya no tienen plantas que las enreden y las retengan. O cuando está ya todo seco, y no queda polen qué libar. Nunca había sido tan complicado esbozar un párrafo. Es por ello mismo que puedo excederlo, porque ahora estoy exhausto y vengo amanecido. Es fatal ver clarear el cielo después de una noche en la que se espera poder dormir en algún punto, excepto que tal punto no se produce jamás. Me siento un poco como en Fear & Loathing, un período considerable en alerta y todo perdura así, alerta desde siempre. No es la falta de descanso en una cama lo que afecta, sino el percibir que hacia adelante en el tiempo nos espera algo que no quisiéramos. En el horizonte temporal asoman comúnmente trabajos imbéciles, el deber, el tener qué.  Así sean actividades sin el menor sentido estorban en la conciencia y enturbian la calma del ánimo, o del espíritu, si se quiere. Y creo que esto es lo mejor de que he sido capaz en términos de argumentación en muchas muchas líneas; turbado por el oleaje de lo futuro, aunque lo contemple a salvo desde la arena. No entiendo cómo una mente puede siquiera estructurar cualquiera de estas oraciones, aparentemente ostentan buena sintaxis. Buena prosodia, dirían otros. No sale uno de los de siempre, ‘Thelonious Monk’. Y en general es lo de siempre. No puedo creer que haya un Festival Internacional de Jazz y Blues en este planeta y a estas alturas. Es inverosímil. Máxime cuando un 50% del total de reseñas periodísticas no son sobre conciertos ni festivales. El encuentro fue en san Miguel de Allende, lo cual, dada mi falta de voluntad y criterio, puedo decir que está muy bien en vez de ponerme a pensar en las posibles razones que podría tener para no estar bien. Cosas de sonámbulos ―o de suicidas— o de las dos como Arthur Koestler.  Recuerdo no haber terminado jamás de ver el bueno, el malo y el feo, en la videoteca del fórum te corrían llanamente después de pasadas las dos horas. De películas recientes de Eastwood ninguna me ha convencido lo suficiente como para considerarlo en ningún rubro de nada. Su indiferencia ‘característica’, su interpretación absolutamente perfecta de sí mismo ni cansa ni maravilla. Como director es demasiado profesional para mi gusto. No sabía que tenía un hijo —puede que tenga más— y mucho menos sabía que ese hijo era músico. En cierto titular decía que este hijo intenta escapar de la ‘gran sombra’ de su padre. No obstante, se refieren a él como ‘el hijo de Clint Eastwood’ antes que como Kyle Eastwood. Vaya a saber a quién le importe.


abril 05, 2012

Dimensiones del diálogo

No puede resultar tan deplorable confesar las muchas horas que he perdido junto con ciertos otros ―confesar también las muchas horas que algunos y yo hemos hecho perder a gente inocente— jugando esta tontería que desde pronto se impregnó de nuestra particular habilidad para complicar la vida. El juego lo trajo un día Poli. No sé si porque lo vio en Inglourious Basterds, o qué. Tras una ronda medianamente noble donde alguno era Santo Tomás y otro Roberto Gómez Bolaños, la idea degeneró con la rapidez del escalofrío para convertirse en una concatenación horrible de venganzas mutuas en que las entidades a adivinar dejaron muy pronto de ser siquiera antropomórficas, y llegando ese mismo día al abismo de tener que formular líneas como ¿Soy orgánico…?
No miento, oh, cuando digo que llegué a portar papelitos con las palabras  compuesto fluorocarbonadocunnilinguscausalidad constantegato de Schrödinger y ver asimismo, en una satisfacción maligna, pegadas a las frentes de mis compañeros palabras como Moleskine, nada, 8:15 p.m., hrönir, Eru Ilúvatar, ceugma… Está claro que por principio la idea había perdido toda posibilidad de afirmar su naturaleza lúdica. Se había convertido en un ritual maldito, corruptor, depravado.
Lo que vemos en el video es a Poli persiguiendo cierto término oscuro, esquivo, en definitiva local. Como es costumbre, Belianís kinoki.


abril 04, 2012

De los muchos años con




Todavía no empiezo y ya me estoy sintiendo triste de enunciar lo que sigue.  Cortázar es el principal responsable de muchas de las nociones que ahora considero naturales e infaltables en mi vida.  Él y sus libros están en el origen de una cantidad enorme de reflexiones en las que me he visto absorto. 
Parece suficientemente claro que hablar bien de él es cosa fácil.  Esto es así para mí y para algunos otros que no están tan peleados con la existencia.  Debo decir ahora que, por lo que he visto navegando aquí y allá, a la gente grande, a críticos y literatos serios, lo que más bien les resulta fácil es hablar mal de él.  O no mal, pero sí como con una cierta displicencia de quien lo sabe superado y se siente en la obligación de ostentar cierto estatus de madurez literaria inaguantable.  Es decir, lo dan por hecho.
Es algo que yo he notado conforme me suceden los años.  A Cortázar lo conocí felizmente hacia el primer año de bachillerato, y supuso una exigencia estilística e intelectual muy estimulante.  Creo que difícilmente imagino a otro escritor más entrañable en mi vida, al menos hasta el punto en que escribo esto.  Cortázar es la referencia obligada, el parámetro más indiscutiblemente comentado por mí y por mis amistades.  Y creo que está muy bien, porque de leerlo a no haberlo leído nunca, no veo punto de comparación.  Acaso sospecho que hay algo extraño cuando observo que todo empieza a ser demasiado Cortázar: la forma en que se plantean los proyectos, el deseo de adaptar audiovisualmente algún cuentito suyo, la forma de aproximarse a ciertos rumbos de la pintura o el jazz.  Pero en un esquema educativo en que los programas de literatura llegaban hasta la redundancia gastada de los autores del Siglo de Oro, menos frecuente los del modernismo y poco menos los del inicio del realismo mágico, un encuentro ―bellamente fortuito— con Cortázar, no podía ser nunca despreciable.
Ahora, creo que la reincidencia de una serie suficientemente amplia de temas de mi discurso cotidiano a querer remitirse invariablemente en Cortázar puede ser un síntoma de que, en efecto, debo buscar otras cosas, y que la ternura, el surrealismo y lo fantástico de sus cuentos son un horizonte que pronto deviene demasiado conocido.  Pero cómo negar que la instigación a la duda, la primera espinita metafísica, el lenguaje puesto en tela de juicio, todas esas cosas que resultan tan inimaginables de perder, las tengo gracias a él.  Las conservo gracias a él.
Y después, claro, la reafirmación sustantiva en Borges, Calvino, los primeros acercamientos a la poesía francesa, la dificultad de ciertas líneas probablemente más viscerales de lo que a un adolescente conviene, Rimbaud, Verlaine, Mallarmé.  Después más surrealismo, Buzzati, Queneau, Pizarnik.  Cuando vuelvo a Cortázar me siento cada vez más viejo, quizá porque cada vez es más fácil leerlo.  Quizá soy cada vez más un lector vigente.  Quizá pronto caducará mi jovialidad, mi precaria fe en ciertos aspectos de la humanidad.   El problema con Julio parece estar, para los hombres de letras serios, en que es casi demasiado mainstream como para tomarlo a consideración en los círculos de vanguardia internacional.  A ellos hay que hablares de Joyce y Nabokov para arriba, e incluso Joyce parece un pecado de tan leído y ordinario que resulta ponerlo como referencia.
Diré, por último, que siento que a todos en el mundo nos gusta demasiado Cortázar.  Pero que este mismo gusto pasional, desenfrenado, deriva paulatinamente en una complicidad que ya no va tan bien con los años, que tiene más que ver con el sentirse contento y sin complejos de quien todavía no ha adquirido las preocupaciones propias de saber más de lo que se sabía ayer, algo imposible para un señor sabio y amargo que haya leído ya la obra completa del más recóndito y probable próximo Nobel.  Cortázar está en casi todo blog de lengua española, disimulado y encubierto en el miedo de pasar por un principiante, por alguien que todavía se deja sorprender.  Está en su ausencia, en la referencia tácita y temerosa de que el mundo es cada vez más y más viejo, a diferencia de él, que nació, vivió y murió joven.

abril 03, 2012

Entropía

Valga decir que estoy haciendo la tesis y que concedo que a nadie le puede importar en absoluto más que a mí. Sobre todo porque las tesis de licenciatura son documentos ostensiblemente ―hasta ahora― muy aburridos de redactar y bastante más de leer. En la entrada anterior dije no sé qué de Martín Barbero. Y de pronto me acordé de Woody Allen en Annie Hall al borde del colapso nervioso por tener que aguantar a un palabrero formado detrás de él presumiendo su ignorancia en materia de Marshall McLuhan y en general su ignorancia sobre todo lo que decía, muy bien disfrazada, por supuesto, en la venturosa ceguera de su interlocutora, consistente en un de todos modos a quién le importa quién sea ese tal McLuhan. Ahora he pensado que las tesis, y en general el conocimiento en las ciencias humanas, no son sino este caso de Annie Hall repetido ad nauseam. A quién de verdad puede interesarle si el fundamento está en Eco (1967) o en Aristóteles (-340), cuando todo es lo mismo, el autor queriendo decir cosas y queriendo ser autor, pero escudado prudencialmente en la ablación del yo y en la veneración indiscutible de los antecedentes de lo que sea.
Los griegos fueron un pueblo suficientemente ellos; creo que cuando hojeamos a Platón, a Aristóteles, a Luciano, vemos en concreto aquello de que todo hombre es contemporáneo a cualquier otro, al menos en sus reflexiones y en su capacidad y aptitud para la ciencia y las artes. Leyendo a los griegos se sospecha que sus grandes avances surgieron de una muy oportuna falta de respeto hacia lo anterior y de una intuición lo suficientemente agresiva como para no pedir permisos a la historia.
Sería muy considerado recordar que es imposible hacer otra cosa que no sea lo de siempre, el lugar común. Vivimos en el mundo, vaya. Es cierto que cualquiera puede decir lo que sea cuando quiera, usando las palabras de quien sea en el modo que desee. Cualquiera puede decir que Nietzsche tal, que Foucault tal, que Heidegger tal. Y no hay ninguna autoridad competente para asimilar como correcta una u otra aseveración. En mi tesis querré exponerme a mí, colgarme de argumentos parecidos y echarlos al molde, así sea a la fuerza. Porque probablemente no entendí a Heidegger, pero igual lo cito y seguro que mis sinodales muy contentos.
Estamos en la oscuridad con nuestra insignificancia y nuestro miedo a la muerte, con la fe (alguno), con la ciencia o el arte otros. Todo es instrumental, todo, a su modo, innecesario y vano. Es otra vez como McLuhan en Annie Hall: cualquier incompetente puede hablar incorrectamente de lo que sea, yo puedo citar a quienes quiera, torcer sus palabras a mi conveniencia, destruirlos a ellos mismos con tal de seguir siendo yo, que hablo por sus bocas, desde sus palabras muertas, desde su imposibilidad de eternidad, desde la aspiración de la humanidad completa a una eternidad factible, impensable desde lo individual. Quizá todo intento humano se adicione en el esquema de algo mayor que desconocemos. Pero no cabe jactarse en esta idea, no por todo lo que perece, o incluso de todo lo que nos sobrevive, aparentemente trascendental (únicamente en lo material y en las mentes materiales de personas que también morirán). Sólo cabría pensar: esta obra existió así. Es el único razonamiento noble, humilde, digno: las cosas han existido. Quedan vestigios sobre el planeta. Diría algún fray Guillermo que lo mucho o poco que sabemos ha sido leído todo desde los muy limitados signos de nuestra Tierra. No hay más. No podemos opinar desde Beta Centauri ni desde Neptuno. Tenemos una cantidad finita de razonamientos, de argumentos altamente susceptibles de sucumbir.
Pero el hombre es uno, único, total. Todos los hombres son el hombre, cuánto entiendo ahora a mi amigo Carlos Rojas. Y a Paz, todos los siglos son este presente. Y a Borges, y a todos y a quien sea: todo hombre es capaz de toda cosa, del Quijote, del Ulises, como quiera que sea, sus logros se añaden como peldaños de la ignota escalera del conocimiento humano, triste escalera de la que no conocemos el destino ―si es que hay uno―, y donde podemos osar fingir, pretender que cualquier peldaño es valioso y mejor que el que le antecede, como si todo fuese progresivo, y olvidando un poco que, por el contrario, todo es simultáneo. Bacon, Saussure, Kafka, yo mismo, un solo tiempo, una sola capacidad contemporánea de pensamiento, ninguna previa a la otra, la posmodernidad en cualquier sentido para siempre y desde siempre. Las cosas humanas no están circunscritas obligadamente a la temporalidad. Ocurren siempre como pudieron ocurrir siempre, eternos retornos, repeticiones a discreción. Todo es tan posiblemente todo que cansa enunciarlo y se prefigura el vacío de Zarathustra, esgrimir por arma aquello que intenta destruirse. Metafísicamente, fenológicamente, hermenéuticamente, numéricamente, todo tan lejos del punto axial, tan profundo, tan lejos de las falsas alturas. Tan, pero tan. Necesito hablar desde los demás, pero no hay sino mentira.

abril 02, 2012

Sobre el periodismo




Mi relación con el periodismo es poco menos que intriga policiaca. Nunca pensé en el periodismo cuando vine a dar a comunicación. Cuando entré a esta carrera pensaba en cosas como semiótica, fotografía… disciplinas, digamos serias, que aparecían con un matiz importante y glorioso. Como seguramente tenía que pasar, cursé ya esas materias y debo decir que cayeron de mi estima hacia sitios bajísimos, si bien no en sus contenidos, sí en su tratamiento académico, asquerosamente plano y escolástico.
El periodismo no me gustaba nada. Después tuve la clase, e incluso cuando resultaba claro que seguía sin gustarme, tuve que aceptar que era una de las mejores clases que había llevado durante la carrera.
En prácticas particulares del periodismo descubrí un gusto sinuoso que muy poco tenía que ver con mis aficiones naturales, aunque sí más con una forma de proceder: aprendí a insertar en mi modo de actuar la precisión, la diligencia, la rapidez, la eficacia. Y todas ellas son virtudes que, aunque aparentemente exclusivas y arquetípicas del periodista, son valiosas para la vida en cualquier ámbito. Y eso me parece honroso e invaluable.
El conflicto está en que yo sigo observando muy poco interés hacia el ejercicio del periodismo y hacia sus resultados físicos en impreso. Jamás he sido una persona que se destaque por estar bien informada. Mi cultura corresponde a una zona que temporalmente podría bien terminarse en los noventas. Soy de los que les va mejor en Maratón cuando el juego es viejito y las preguntas tienen que ver con los 60 o anterior. Soy un magnífico exponente cuando de ignorar temas de historia nacional se trata. Sé lo básico y es un milagro que lo sepa. Porque no me interesa, no hay una causa más rebuscada que esa. Se nos ha repetido hasta el cansancio que como comunicólogos “todo nos debe interesar”. El conflicto está, primero, en que eso es mentira: el interés aparece por genética y por cultura, no por burdos procesos intelectivos. Y segundo, los comunicólogos no existen. Yo no estudio comunicología, estudio ciencias de la comunicación. Y no me he topado con nadie que sepa defender esta carrera de forma satisfactoria. Nadie.
Mismo Martín Barbero decía que la comunicación [académica] debe, primero, aclarar sus competencias. Yo ya lo ando citando a él sin saber verdaderamente quién es y sin ningún interés legítimo por su obra. Pero en este punto coincido con lo que dice, y añado que para mí la comunicación académica es el punto de intersección más engañoso para oficios que empiezan a desenvolverse ya en otras formas: periodista, publicista, investigador. Lo que sea.
Según el perfil, entonces, me tendría que interesar todo. Está claro que no cubro ese perfil. Pero después sucede que varias personas me dicen que les gusta cómo hablo sobre lo poco que me gustan las cosas. Maestros, incluso. Y es una cosa sorprendente, porque cuando me piden realizar una crónica, hago una crónica sobre lo mucho que detesto hacerla, reportajes oscuros y contradictorios, exploro amargamente los géneros periodísticos y me hacen ver que, pese a todo, estoy opinando, y me sumo en esa medida a un cierto quehacer periodístico.
Yo no me la he querido creer. Valoro mucho a quienes antes que cercenar mi voz y mi opinión, me estimularon y me alentaron a decir las cosas como ya las estaba diciendo. De todos modos, yo sé que la cuestión hacia la que me inclino sin realmente quererlo, es a la literatura. Y aquí hago una anotación necesaria: esto no quiere decir que seré escritor ni que sienta que hablo bien sobre nada. Mi cuestión con la literatura yo la explico desde la música: tengo una disposición fisiológica hacia la música (entiéndase interpretación de instrumentos) y lo que quizá por definición yo debiera ser es músico. Pero tengo una incapacidad notable para la grafía musical a la hora de cualquier esbozo de composición.
Mi conclusión es que todo lo que no he podido expresar musicalmente, lo he puesto en escrito o lo he puesto en imagen (el cine, otra de mis grandes pasiones). Y cuando toco estos dos lenguajes, no estoy realmente pretendiendo escribir o hacer cine. Estoy queriendo desquitar mis ideas musicales. Gran parte de mi actividad creativa se rige por preceptos —arbitrarios, si se quiere— de ritmo y eufonía. De ahí mi gusto por ciertas literaturas quizá demasiado líricas, mi predilección por el cine de Tarkovski o de Paradzhanov, el jazz, temas que procuraré no tocar más porque luego podría parecer que es todo lo que me importa. (¿Y si así fuera...?)
El periodismo tiene una función social, de acuerdo. Pero tanto como el arte, la ciencia y la fe lo tienen también. Tienen un valor humano inmanente. El hombre no puede aceptar que su existencia sea en vano. No puede aceptar morir sin dejar nada tras de sí, que el mundo se cierre y la vida termine sin dejar ningún sello material. Todas estas son preocupaciones que si demostráramos una tendencia ligeramente más metafísica nos vendría a importar muy poco o casi nada, porque toda esta obsesión por la trascendencia y el sello en la historia y el recuerdo, se desprenden del mismo miedo común a la muerte y al olvido. Qué más da todo lo que uno deje tras de sí si no se estará ahí para comprobar su efecto y si en general no importa mucho de todos modos, tampoco. Con la muerte acaba también nuestro tiempo individual, por tanto el tiempo total. En relación a la existencia del universo nuestra vida fue un suspiro y nuestras acciones prácticamente insignificantes. Pero necesitamos ser humanos, ceder a veces a la melancolía, a la simplicidad, a la estética, a la filosofía. Porque sí, para no sentirnos tan solos y tan extraviados en el entramado de la vida y la historia natural, para sabernos acompañados de gente que también tiene miedo y le da significado a un mundo físico que es efímero y quebradizo. El único peso social que yo le concedo al periodismo es el que le concedo a todo acto esencialmente humano: que no me olviden.
Yo me muestro reticente como pocos al paso de los libros del papel a la luz. El libro como objeto implica para mí un estado de ánimo, una forma de actuar, de llevar a cabo el rito de leer un libro, sentarse, tenerlo entre las manos, oler el papel, sentir la tinta vibrando en su contraste contra el papel, no se diga poder subrayar, poner papelitos entre las páginas. Pero en el caso de la información que no es más que eso y cuyo valor no tiene gran vigencia sino para la gran didáctica historiográfica, qué más nos da a los nostálgicos si es en una pantalla o no. Por el contrario, creo que el periodismo es mucho más eficaz en digital. La información en la red se comprueba en un matiz que casi vuelve realidad toda propuesta ideal de periodismo imparcial y democrático: inmediato, mundial, ecológico. Por mí que se acabe el periódico impreso, me da exactamente lo mismo.