Sería muy raro soñar con algo que aparezca como extranjero a la
mente. En general supongo que todos soñamos con lugares en los que pudimos o no
haber estado, con personas que pueden o no corresponder a caras reales, gente
conocida y desconocida también. Se mezclan porque de todos modos ya está
suficientemente repasado lo enjuiciable de lo real como fuente de imágenes para
el inconsciente y somos bien heterodoxos e incrédulos. Y si consideráramos,
además, que estamos en pleno salto de episteme, como sugería Foucault, nos debe
sorprender menos que los horizontes escópicos de nuestra generación estén tan
desordenados.
Es decir; mi abuelo seguro que soñaba con lo
que vio, los lugares por los que pasó, la gente a la que en verdad conoció. El
campo, el beisbol, las tenerías, Arandas. Y eso era su horizonte y lo era todo.
Nosotros, en cambio, podemos entrar en este esquema o soñar con lo que se nos
ocurra, pudiendo combinar deliberadamente cosas de internet, de películas,
cosas que no son nuestras pero nos acompañan de todos modos porque así es
nuestra era: cualquier permutación o amalgama de elementos es válida, las
posibilidades se dirían infinitas —contrapuestas a las de nuestros abuelos—,
siempre que sepamos lo que implican en la conciencia y sean reconocibles.
Como sea, hay algo a lo que me
gustaría llevar todo esto: soñamos lo que ha sido posiblemente visto, así sea
un caos. Incluso cuando imaginamos una situación hipotética, seres quiméricos,
falacias, aporías… lo prefiguramos todo desde el orden de las cosas que nos son
aprehensibles mentalmente. No quiero decir con esto que no podríamos soñar con
un unicornio sólo porque los unicornios no existen. Pero vaya que sabemos lo
que es un unicornio, independientemente de que sea, tristemente, un ser que por
lo visto a los dioses no les pareció pertinente.
Pero pensemos en que hay otras cosas. Daré en
llamarlas cosas por decir algo, entes existentes y
probablemente perceptibles. Pero hasta ahí. Su comprensión y su completa
definición formal nos está vedada porque ciertamente no pertenecen al mundo. Poniéndonos
más de historia de terror, propongo la imagen de lo desagradable que podría ser
ver una cosa en abstracto. Saber que se la está viendo, pero ante todo percibir
la acción de ver como una cosa involuntaria, mecánica, horripilante. El puro
acto de ver sin saber qué es aquello en lo que reposa la mirada, tan solo
porque aquello que vemos es nada.
Imaginemos ahora oír, oír en abstracto. Diría
Heidegger, oímos golpear una puerta, oímos un frasco de vidrio cayendo y
haciéndose añicos, pero en definitiva no podemos oír algo que no asociemos a la
cosa que suena como eso que suena, a algo que sea susceptible de producir dicho
sonido. En todo caso la idea de algo que sonó y no sabemos cómo ni dónde,
deviene en suponer un sonido inmaterial, desligado de su posibilidad de
pertenecer al mundo y que, me parece, tendría un atributo altamente perturbador
de aparecer un día en nuestros sueños.
Hace algunas horas entré a ver El Artista, que para quienes no
la han visto, valga decir que les estoy arruinando en este párrafo lo que sea
quizá su más bello momento. El personaje, George Valentin, actor de cine mudo,
está siendo dolorosamente desplazado por la nueva industria, el cine sonoro. En
el punto que me interesa comentar, el actor se ve de pronto en una realidad
hostil, que ante todo suena, desmesuradamente, naturalistamente suena. El vaso
de vino suena nada menos que a un vaso con vino, su perro ladra como ladraría
un perro. Y todo es tan límpido y estridente. Y creo que la escena funciona
sobre todo en ese sentido: pone de relieve. Así como alguno podría desesperarse
de que le quiten el sonido en una película actual, el sonido llega a esta
película como un elemento extraño y horrible, y el código de la película nos
hermana en sentir también al sonido con la extrañeza de su protagonista.
Yo de Oriente no sé nada, acaso me regocijo
en esa línea maravillosa de algún poema de Borges o de alguien más donde se
decía que para la gente de Oriente no existe el concepto de Oriente como
nosotros lo permitimos. A ellos qué. Ellos son el Oriente. Y ellos no tendrán esa
complicidad de miradas tibias y medianamente homologables que les dedicamos de
vez en vez desde Occidente, sobre todo para insinuar y ejemplificar lo que
implica el más cabal sentimiento de otredad. ¿Quieres saber quiénes son los
otros? Son ellos. Ellos son los diferentes, los podemos aglomerar en el
conjunto colectivo Oriente, que ni de chiste se intersecta con el conjunto Occidente.
De nuestra escueta escala cromática de doce
tonos a su espectro microtonal, el valor de cada oscilación diversa en su
presencia válida y utilizable dentro de la música. No voy a empezar con
tonterías de que la música oriental exija una sensibilidad especial, ni mucho
menos. Pero la observación que me puedo permitir es que en alguna medida ellos
han logrado casi diluirse con los modos y formas de la naturaleza, con las
burbujas indistintas del arroyo, con el canto polirrítmico de las aves. Y es en
esta medida que me parece que hay un rumbo de exploraciones aurales muy rico y
prometedor que en occidente no parece concebible porque somos quién sabe cómo.
No sé por qué hice este inserto, pero creo
que es para decir, llanamente, que es la primera vez que se me ocurre postear
en tono personal una opinión, y no voy a caer tan pronto en imponer mi gusto
como válido ni nada, porque sólo comparto una impresión, íntima, menguante. Y
ello es que salí contento de ver El
Artista; que soy, en efecto, un nostálgico incorregible del cine al
que le dará tristeza su próxima y evidente inmersión en ámbitos más digitales,
y que pese a todo, soy alguien que gusta muy poco de estar en un cine, sea por
caro o por la más bella indolencia que pueda adoptar. Pero en El Artista rescato ante todo su idea: la idea del
triste sendero que el cine trazó desde su sonorización, la encrucijada
sustantiva en la que —a mi criterio, al menos—, el cine equivocó del todo su
rumbo.
No vamos a ensalzar arbitrariamente el cine
mudo, porque no me parece siquiera digno. Lo mudo no implicaba únicamente
carencia de diálogos hablados en pantalla, implicaba también una forma
distintiva de proceder, de yuxtaponer las imágenes en el montaje. Y vaya si nos
quedamos estigmatizados por esos modos. Es todo muy bello a su debido momento,
es prudente reconocer lo brillante que pudo ser Dovzhenko haciéndonos oír un
disparo mudo, un fusilamiento, con el simple cortar del plano de un pelotón
apuntando sus armas al condenado, al plano de un caballo reparando, nervioso,
quizá a kilómetros del lugar. El caballo escuchó el disparo, nosotros también,
sin duda. Y el mismo ejemplo lo encontramos con el ya de cajón mirada triste +
pedazo de pastel = hambre. Todos entendemos y aceptamos ese código.
Pero quedan algunas remanencias pegajosas e
innecesarias en el cine de hoy. Y así, por ejemplo, si alguien cae a una
alberca, sentiremos la necesidad de cortar para hacerle un plano detalle al
cuerpo que flota, boca abajo. ¿Para qué? No es tampoco que vayamos a economizar,
ni que seamos devotos del plano secuencia. Es de que reconozcamos que ahí
llevamos algo arrastrando, un ornato, un atributo estéril. Ya sabíamos que el
cuerpo había caído, y sin embargo nos sentimos haciendo más cinito entre más
cortes.
Seguía hablando del Artista, caso distinto al de la
alberca o el pastel o el caballo. En El
Artista es evidente la técnica contemporánea, que nos recuerda ante
todo que vemos una película de nuestros días, por muy calladita que nos la
pongan. Y es agradable pensar en que a alguien se le ocurra revalidar el poder
de un código constituido exclusivamente (o fundamentalmente, concedo) de
imágenes en movimiento, a la vez que se puede anteponer que tampoco se trata de
quitar los diálogos en las películas actuales para devolverles un falso estatus
de pureza.
Yo sí creo en un cine de naturaleza
audiovisual. Creo que el audio lo ha enriquecido enormemente a lo largo de toda
su historia. Pero creo también que se ha caído en la torpeza de creer que la
posibilidad de sonido supone un rigor naturalista estricto que obliga a que las
vacas mujan como vacas, a que los actores pronuncien sus líneas en perfecta
sincronía con el movimiento de sus labios, a que el tren llegue en sonido al
mismo tiempo que llega en imagen, y que todo sea muy limpio y realista.
Y vaya, ahí es donde yo me haría a un lado
para optar por el otro camino, el de línea punteada y mucho más enterregado,
pero que es el que corresponde al que se viene trazando paralelamente al cauce
principal, y donde se permite la exploración aural en la misma forma en que
degustaría un oyente en el bosque los sonidos que ya están ahí, una colección a
modo oriental. El mundo ya suena suficientemente bien, tampoco es para
saturarlo de música. Hay un aforismo de Bresson que me parece excelente para la
ocasión y que no puedo sino traerlo, y que decía algo como reorganizar el sonido, dosificarlo
en el silencio.
Me parece genial y nada más. Eso es a mí. Y
lo comparto porque me gusta y me gustaría que a alguien más le gustara. Pero
todo este embrollo busca medio aterrizar en eso: el sonido vertido del mundo
natural tal cual viene, resulta cacofónico y sin ningún interés. De qué te
sirve la posibilidad de sonido si no será más que lo mismo. Si el sonido es
materia prima, para qué dejarlo tal cual en la obra de la que forma parte. Es
de mal gusto, es como dejar una pared desnuda, las varillas expuestas. Por qué
no mejor, ya que se tiene esta maravillosa posibilidad de capturar cómo suena
el mundo, trabajarlo también como a la imagen, dosificarlo en el silencio. Es
una tarea intencionada, una intención poética. Y creo que a todos nos llama más
la atención un sonido que fue puesto en función de un sentimiento, en función
de la imagen, y no en función de imitar en crudo a la realidad.
Dicen que el cine sonoro inventó el silencio.
No es el paradigma de lo mudo lo que nos debe poner concienzudos, sino la
monotonía extremada de los procedimientos intransigentes de la industria
cinematográfica, la falta de imaginación. Yo no sé si le recomendaría a nadie El Artista, pero creo que, tan
muda como es, sugiere un uso refrescante del sonido, que no nos vendría mal
recordar, y acaso explorar.
La pieza que pongo al principio la reconocí
conmovido en la sala, y me sentí entre orgulloso de identificarla y triste de
pensar que ya alguien la usó, como siempre que oigo que música a la que le
tengo cariño fue utilizada de una vez y para siempre junto a una imagen, a la
que ahora se debe, igual que la imagen se debe a la música. Es de Ginastera,
compositor inquietante, maestro de Piazzolla. Me gusta, en especial, permanecer
junto a lo que hace el piano, que traza unos arpegios sólo ligeramente
disonantes, en el límite de la simple seducción.